Santuario Nuestra Señora de los Milagros

HOY CELEBRAMOS…

Catalina nació mientras sonaba el Ángelus vespertino el 2 de mayo de 1806, hija de Pedro y Luisa Labouré. Fue la novena hija de una familia de once. Quince minutos después de su nacimiento, su nombre fue inscrito en los registros de la ciudad. Al día siguiente, fue bautizada al celebrarse la solemnidad de la Exaltación de la Santa Cruz. Parece mucha coincidencia que Catalina naciera cuando el Ángelus estaba repicando, seguramente fue un toque encantado de Dios —anunciando con campanas a la santa que iba a ser altamente favorecida por María—. No fue un accidente que el nombre de Catalina recibiera la pronta atención del mundo. Incluso la celebración del bautizo de Catalina fue profética, pues Catalina encontraría la cruz en cada momento de su vida, le tendría una profunda devoción y vería una misteriosa visión de la cruz.

Cuándo Catalina tenía nueve años, su madre murió. Después de su entierro, la pequeña Catalina se retiró a su cuarto, se paró en una silla, tomó la estatua de Nuestra Señora de la pared, la besó y dijo: “Ahora, querida Señora, tú serás mi madre”.

En enero de 1830, Catalina Labouré entra en el postulantado de las Hijas de la Caridad en el hospicio de Catillon-sur-Seine. Tres meses entra en el Seminario (noviciado) en la casa madre de las Hijas de la Caridad en París.

APARICIONES:

Un día, al poco de quedarse dormida, la despertó una luz brillante de la que venía la voz de un niño. “Sor Labouré, ven a la capilla; la Santísima Virgen te espera”. Catalina contestó: “Nos van a descubrir”.

El pequeño sonrió: “No te inquietes, son más de las once y media, todos están durmiendo… ven, estoy esperándote”. Ella se levantó rápidamente y se vistió. Las luces del pasillo estaban encendidas. Las puertas de la capilla, que estaban cerradas con llave, se abrieron cuando el ángel las tocó. Asombrada, Catalina encontró la capilla iluminada con luces como preparada para la misa de gallo. En seguida, se arrodilló en la barandilla de comunión, y de repente, oyó el susurro de un vestido de seda… la Santísima Virgen, iluminada de gloría, sentada en la silla del padre director. El ángel murmuró: “La Santísima Virgen desea hablar contigo”.

Catalina se levantó, se arrodilló al lado de la Santísima Virgen y apoyó las manos en su regazo. María le dijo: “Dios desea encargarte una misión. Te van a contradecir, pero no tengas miedo; tendrás la gracia para hacer lo que es necesario. Cuenta a tu director espiritual todo lo que te ha pasado. Los tiempos son siniestros en Francia y en el mundo”.

El rostro de la Virgen muestra una expresión de dolor.

“Ven al pie del altar. De aquí, gracias serán derramadas sobre todos, grandes y pequeños, especialmente sobre aquellos que las buscan. Tú tendrás la protección de Dios y de san Vicente. Yo siempre te protegeré. Habrá mucha persecución. La cruz será tratada con desprecio. Será tirada en el suelo y correrá sangre”. Entonces, después de haber hablado por un rato, la Señora, como una sombra que se desvanece, se fue.

Una vez más, siguiendo al niño, Catalina abandonó la capilla, caminó por el pasillo y regresó a su sitio en el dormitorio. El ángel desapareció y cuando Catalina se fue a la cama, oyó cómo el reloj marcaba las dos de la mañana.

María vuelve a aparecerse 

Catalina vivió una vida normal como novicia de las Hijas de la Caridad hasta el Adviento. El sábado 27 de noviembre de 1830, a las 5:30 de la tarde, se retiró a la capilla con otras hermanas para la meditación de la tarde. Catalina oyó un ruido como de seda… entonces reconoció la señal de Nuestra Señora. Alzando la vista hacia el altar principal, vio a la bella Señora parada sobre un globo grande.

La Virgen habló, esta vez dándole una orden directa: “Haz que se acuñe una medalla como te la he enseñado. Todos los que la lleven puesta recibirán grandes gracias”.

Catalina le preguntó que cómo debía hacer acuñar la medalla. María le contestó que debía ir donde su confesor, el Padre Juan María Aladel, refiriéndose a este santo padre como: “Él es mi servidor”. Al principio, el Padre Juan María no le creyó a Catalina. Sin embargo, después de dos años, finalmente fue donde el arzobispo, quien ordenó que dos mil medallas fueran acuñadas el 20 de junio de 1832. Cuando Catalina recibió su parte de estas primeras medallas de manos del padre, dijo: “Ahora debe ser propagada”.

La difusión de la devoción a la medalla, recomendada por santa Catalina, se llevó a cabo tan rápidamente que esta fue un milagro en sí misma.

Podríamos esperar que la alabanza y la prominencia fueran algo natural para una persona tan favorecida por el cielo. Pero Catalina nunca buscó nada de eso, sino más bien, le huía. Ella solo quería que la dejaran llevar a cabo sus humildes responsabilidades como Hija de la Caridad. Por más de cuarenta años, dedicó todo su esfuerzo a cuidar de los ancianos y los enfermos, sin nunca revelar a quienes vivían a su alrededor que era ella quien había recibido la medalla de Nuestra Señora. Las hermanas con quienes vivía la tenían en la más alta estima, y todas disfrutaban siendo sus compañeras.

En 1876, Catalina sintió la convicción espiritual de que moriría antes del fin del año. María Inmaculada le

dio permiso de hablar, de romper el silencio de cuarenta y seis años. Catalina le reveló a su Hermana Superiora que ella fue la hermana a quien la Santísima Virgen se le apareció. El último día de diciembre de 1876, santa Catalina falleció, para encontrarse una vez más en los brazos de María, esta vez, sin embargo, en el cielo.

Hoy día, sus bellos restos aún reposan enteros y serenos. Cuando su cuerpo fue exhumado en 1933, estaba tan entero como el día en que fue sepultada. Aunque había vivido setenta años y estuvo en la tumba por cincuenta y siete años más, sus ojos permanecieron azules y bellos, y después de su muerte, sus brazos y piernas estaban tan flexibles como si estuviera durmiendo. Su cuerpo incorrupto está protegido en vidrio debajo del altar lateral en el 140 Rue du Bac en París, debajo de uno de los sitios donde Nuestra Señora se le apareció.

En la Capilla de la Aparición se puede ver el rostro y los labios que por cuarenta y seis años mantuvieron un secreto que desde entonces ha conmovido al mundo.