De este adviento, de todos los advientos, María ha sido una protagonista providencial que nos acompaña en la marcha y la tarea. Y en este caminar de espera y esperanza que hemos comenzado con el adviento cristiano, la liturgia nos sorprende con esta fiesta de la Virgen particularmente querida en nuestra tradición cristiana. Esta solemnidad es una invitación a fijar nuestra mirada en María, la llena de gracia y limpia de pecado ya en su misma concepción. Si el camino del Adviento nos prepara para recibir la Luz sin ocaso que representa y es el Hijo de Dios, María es la aurora que anuncia el nacimiento de esa Luz: Ella es el modelo acabado donde poder mirarnos y donde encontrar las actitudes propias de cómo esperar y acoger al Señor prometido.
Que María haya sido preservada del pecado original y originante, significa que el eterno proyecto de Dios, un proyecto de bondad y de belleza como leemos en el relato de la creación en el libro del Génesis, no fue del todo truncado ni fatalmente contradicho con la aparición del Tentador y sus mañas ante el cual sucumbirá Eva (Gén 3, 9-15.20).
Ha habido alguien que, por los méritos de la Redención de Cristo, ha sido preservada de esa inclinación inevitable hacia un mal, a pesar de que en el fondo del corazón todos deseamos inclinarnos hacia el bien. Nos reconocemos en esa elección que hizo para nosotros el Padre Dios antes de la creación del mundo, al elegirnos en la Persona de Cristo para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor como nos ha dicho San Pablo (cf. Ef 1, 3-6.11-12). Lo que en nosotros ha sido y sigue siendo un anhelo y una llamada incesante que nos reclama a la conversión, en María ha sido una feliz realidad de la que nos viene a nosotros la posibilidad de ser redimidos.
La Inmaculada representa esa certeza ejemplar, esa gracia sucedida, de que en medio de los borrones de tantos días, Dios nos muestra en María una página blanca y limpia en la que poder leer una historia sin mancha. Y aunque sean tantas las fechorías de las que somos capaces, aunque sean evidentes las demasiadas corrupciones económicas y políticas de los aprovechados de la cosa pública, aunque haya violencia que no sepamos de verdad erradicar en las mil guerras y los mil terrores, aunque nuestras debilidades nos recuerden lo frágiles que somos y cómo nos acompaña la humana vulnerabilidad, aunque tengamos tantos “aunques” que nos delatan y entristecen, hay alguien que nos señala un camino diverso. Porque, aunque todo eso se da en nosotros y entre nosotros, la Inmaculada nos señala la historia que Dios quiso, la historia que en María se hizo verdad y belleza, una historia que nos pertenece porque por ella la nuestra sale de su maleficio y estrena la posibilidad a la que no sabemos renunciar.
En María la Palabra se hizo voz, y este mensaje nos abrazó para sacarnos de la condena que el pecado original y originante provocó. Esa misma Palabra quiere también encontrar nuestros labios, los que coinciden con nuestra biografía, para poder hablarnos y desde nosotros hablar. Mirando a la Inmaculada decimos nuestro sí, pidiendo como ella que en nosotros se haga vida la eterna Palabra.