Santuario Nuestra Señora de los Milagros

ASCENSIÓN DEL SEÑOR

¿Subir o bajar? ¿Arriba o abajo?

    La Ascensión del Señor parece que nos invita a mirar al cielo, arriba. El Señor resucitado se ha ido. Dejó solos a los apóstoles. Da la impresión de que ya para siempre, los creyentes, los seguidores de Jesús, deben permanecer así: mirando al cielo. Es como si hoy celebrásemos la despedida final, el último adiós a Jesús. Si la muerte no le separó del todo de nosotros porque a los tres días celebramos la resurrección, ahora sí, a los cuarenta días, el adiós es de verdad. El grupo de los discípulos queda sólo y abandonado, en lo alto de un monte.

     Pero no es así. Nada de eso. El Evangelio termina con una afirmación contundente de Jesús: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. No dice “estaréis conmigo en el cielo” sino “yo estoy con vosotros”. Está con nosotros aquí abajo. Siempre. No es tiempo, pues de sentirse desolados, abandonados, tristes ni cabizbajos. No es tiempo de quedarse mirando al cielo como el que se ha quedado compuesto y sin novia. Es tiempo de bajar, de volver la vista a la vida, de andar los caminos, de ser testigos, de ir y hacer discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Él camina con nosotros. Él no nos deja de su mano. Él se hará presente en nuestras vidas por el Espíritu Santo que nos enviará. 

     Esa presencia tiene momentos en que se siente especialmente cercana. No puede ser un detalle casual el que el autor de los Hechos de los Apóstoles sitúe la escena de la ascensión de Jesús en el marco de una comida. Así comienza: “Una vez que comían juntos…”. Las comidas son muy importantes en el Evangelio. Recordemos las comidas de Jesús con los pecadores, las multiplicaciones de los panes, las bodas de Caná. Recordemos el momento solemne de la última cena, los encuentros de los discípulos con Jesús resucitado en el lago, cuando los esperaba a la orilla con un pez sobre las brasas, y a los dos de Emaús que lo reconocieron “al partir el pan”.  Estas comidas son todas ellas eucaristías, celebraciones de la fraternidad del Reino, del encuentro con el Padre que crea una relación nueva entre los que participan en ellas. La Eucaristía ha quedado para la comunidad de los creyentes como el momento culminante de experimentar esa presencia de Jesús en nuestra vida. 

     Hoy, veintiún siglos más tarde, es en la Eucaristía donde podremos experimentar la fuerza del Espíritu que nos haga comprender la esperanza a la que estamos llamados, la riqueza de gloria que se nos ofrece en herencia y la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros. Hay que leer y releer la lectura de los Efesios de este domingo. En ella está la clave de lo que somos, de lo que significa el paso de Jesús por nuestras vidas. Aquellos pescadores quedaron convertidos en apóstoles. Y los que no veían más allá de sus redes llenas de agujeros predicaron el mensaje de la esperanza y la vida, del amor de Dios por todos los rincones del mundo conocido. 

   Bajaron del monte y salieron por los caminos a predicar el Reino, a invitar a todos a conocer a Jesús, a hacer que los que se encontrasen con ellos experimentasen el amor de Dios y se sintiesen como lo que son: hijos e hijas de Dios. Los discípulos bajaron del monte y se mezclaron en el río de la vida con los hombres y mujeres de su tiempo para compartir con ellos “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias”, como nos ha recordado la Constitución Pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II. Así el Reino se va haciendo vida y realidad en nuestro mundo.

FELIZ DÍA A TODOS…