
En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.
Evangelio según san Mateo 5, 1-12a En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo:
«Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».
Palabra del Señor
Reflexión Nuestra vida cristiana tiene un objetivo: ser santos; es decir, llegar a contemplar el rostro de Dios, verlo cara a cara, que es una forma de expresar una vida plena con El y en El.
No sabemos cómo será, pero nuestra esperanza, alimentada por nuestra liturgia, es lo que sostiene.
En el Salmo se expresa poéticamente como el deseo de habitar en el recinto sagrado. La persona religiosa, es decir, la persona que cree en la Trascendencia, la que sabe que hay un mundo superior y distinto a este que lo rodea, sólo desea habitar en el mundo donde Dios lo es y lo llena todo.
La persona religiosa vive en este mundo, pero sabe que no es de este mundo, que es ciudadano del cielo, del lugar donde sólo Dios habita y basta.
El santo, el bienaventurado, sólo vive de y para Dios, todo lo demás es secundario y relativo.
El santo es aquel que está adornado de los atributos con los que sólo es posible estar ante Dios: los atributos de la santidad.
Y, ¿cuáles son esos atributos, esos adornos, que hacen al creyente cristiano merecedor de la presencia y compañía de Dios?
Las lecturas de hoy señalan los siguientes: la inocencia, la pureza de corazón, la constante acción de gracias, los que viven en esperanza en la alegría y gozo evangélico. Santos son los que ponen su total confianza en el Señor de la vida.
Uno de los misterios más íntimos y profundos de nuestra fe es el Misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, la humanización de Dios. Por este Misterio, la vida del creyente queda, toda ella, injertada en la trama de la existencia humana. Una existencia no pocas veces precaria.
Es en la vivencia de lo cotidiano donde se verifica nuestra adhesión al camino de seguimiento de Jesús. Los santos, la santidad, nos recuerdan que nuestros pensamientos, palabras y obras no son indiferentes en la vivencia de la fe, que en este caminar no estamos solos, que el camino cristiano ha sido recorrido por otras mujeres y hombres apasionados por Dios, que formamos parte de un pueblo que no conoce fronteras ni discriminaciones, que somos solidarios con toda la humanidad y con todos la creación, pues todo ha salido de las manos de Dios, que somos, por encima de todo, creación de Dios.
Santo es aquel que, como Abraham, sale de la tierra de su mismidad y se pone en camino para el encuentro con el otro; santo es aquel que es capaz de despojarse de la túnica del yo egoísta y se agacha con actitud humilde a servir a Dios en las víctimas de la historia y de los sistemas injustos.
Santos son los que están dispuestos a obedecer a Dios antes que a los hombres.
El santo, los santos, no trabajan de manera gratuita, esperan una recompensa: la de gozar de la dicha de la presencia del Señor por toda la eternidad.
Nuestro mundo, al menos las grandes mayorías, cree poco o nada en la eternidad, se conforma y vive de lo efímero, del instante, de lo inmediato. Incluso muchos bautizados, y aún entre algunos ordenados y consagrados, se sonríen con incredulidad cuando oyen hablar que nuestra verdadera alegría está en la esperanza de ver y estar con el Señor en la eternidad, que es por ello por lo que trabajamos y nos afanamos cada día, que nuestra recompensa definitiva no está en este mundo ni en lo que los hombres, siempre pecadores, pueden ofrecernos como garantía de felicidad.
No llegan a entender que la verdadera felicidad del creyente consiste en servir a Dios en este mundo por medio de sus criaturas y que en este servicio se produce la verdadera y auténtica alabanza. Porque está destinado a ver a Dios, para el santo nada de lo humano le es ajeno.
En definitiva, las lecturas de hoy están llenas de preguntas aunque parece que la respuesta sea siempre la misma. «¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?». «¿Quiénes son y de dónde han venido?»…
La respuesta, la conocemos: «El hombre de manos inocentes y puro corazón…», los que «han lavado y blanqueado», y cómo no, los bienaventurados, los felices. Porque si alguien ha comprendido la verdadera naturaleza de la vida cristiana son aquellos que dedicaron y dedican su vida a ser pobres de espíritu, misericordiosos, trabajar por la Paz….
Roguemos a Dios en esta solemnidad de todos los Santos que cada uno de nosotros seamos fortalecidos por la Palabra de Dios, fortalecidos con los santos sacramentos y que a ejemplo de todos aquellos que hicieron de su vida ícono del Dios vivo y verdadero, también nosotros, en el momento presente, sigamos sus huellas en la firme esperanza de poder descansar con Él por toda la eternidad. ¡Alabemos al Señor!
Dios te bendice oramos: Credo, Padrenuestro, Avemaría, Gloria.
