
En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.
Evangelio según san Lucas 11, 27-28 En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a la gente, una mujer de entre el gentío levantando la voz, le dijo:
«Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron».
Pero él dijo:
«Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen».
Palabra del Señor
Reflexión En el evangelio de la celebración de la secular fiesta de la Virgen del Pilar, ante la alborozada exclamación de una mujer en torno a María: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!”, Jesús repuso: “Mejor: ¡Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen!”.
La expresión de Jesús, lejos de desacreditar a María, es uno de los mejores elogios que se han pronunciado sobre ella, porque nadie como María supo escuchar la palabra de Dios y cumplirla.
María sabía escuchar y escuchar a Dios. Por eso pudo escuchar lo que Dios, a través del ángel Gabriel, le decía. Pero María no se quedó en la escucha.
Después de que el ángel le explica lo que Dios quería de ella, María acepta plenamente la voluntad de Dios: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mi según tu voluntad”.
“¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!”
Es una expresión que hace alusión a la madre de Jesús, la Virgen María. María, como toda buena madre, tuvo la gran ilusión de dejar nacer en su seno a su Hijo Jesús.
Pues bien, María nos brinda a todos nosotros, guardando las distancias, tener esa misma ilusión y gozo: dejar nacer en nuestro ser a Jesús, el Hijo de Dio y el Hijo de María.
Ésa debe ser la gran ilusión de nuestra vida: dejar nacer a Jesús en nosotros, porque él desea nacer en nuestro corazón.
Dejar que nazca y se apodere de nuestro corazón para que amemos como él ama y a todo lo que Él ama.
Que se apodere de nuestro entendimiento y nuestros ojos para que veamos y juzguemos las cosas como él las ve y juzga.
Que se apodere y nazca en nuestros sentimientos para que podamos tener siempre y reaccionar siempre con los sentimientos de Jesús…
Es decir, que podemos realizar en nosotros ese proceso de continua cristificación al que nos anima San Pablo: “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”… ya no soy yo quien ama, es Cristo quien ama en mí, ya no soy yo quien perdona, quien se entrega, quien… es Cristo quien perdona, quien se entrega… en mí.
No es exagerado decir que Jesús nos habla de la posibilidad de llegar nosotros a ser su madre, darle a luz, engendrarle en nosotros. “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra”.
O bien: Domingo XXVIII Ordinario.
Evangelio según san Lucas 17, 11-19 Un día, sucedió que, de camino a Jerusalén, Jesús pasaba por los confines entre Samaría y Galilea, y, al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!». Al verlos, les dijo: «Id y presentaos a los sacerdotes». Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios.
Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano. Tomó la palabra Jesús y dijo: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?». Y le dijo: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado».
Palabra del Señor
Reflexión: podemos comprobar, ¡una vez más!, cómo nuestra actitud de fe puede remover el corazón de Jesucristo. El hecho es que unos leprosos, venciendo la reprobación social que sufrían los que tenían la lepra y con una buena dosis de audacia, se acercan a Jesús y —podríamos decir entre comillas— le obligan con su confiada petición: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!» (Lc 17,13).
La respuesta es inmediata y fulminante: «Id y presentaos a los sacerdotes» (Lc 17,14). Él, que es el Señor, muestra su poder, ya que «mientras iban, quedaron limpios» (Lc 17,14).
Esto nos muestra que la medida de los milagros de Cristo es, justamente, la medida de nuestra fe y confianza en Dios. ¿Qué hemos de hacer nosotros —pobres criaturas— ante Dios, sino confiar en Él? Pero con una fe operativa, que nos mueve a obedecer las indicaciones de Dios. Basta un mínimo de sentido común para entender que «nada es demasiado difícil de creer tocando a Aquel para quien nada es demasiado difícil de hacer» (San J. H. Newman). Si no vemos más milagros es porque “obligamos” poco al Señor con nuestra falta de confianza y de obediencia a su voluntad. Como dijo san Juan Crisóstomo, «un poco de fe puede mucho».
Y, como coronación de la confianza en Dios, llega el desbordamiento de la alegría y del agradecimiento: en efecto, «uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias» (Lc 17,15-16).
Pero…, ¡qué lástima! De diez beneficiarios de aquel gran milagro, sólo regresó uno. ¡Qué ingratos somos cuando olvidamos con tanta facilidad que todo nos viene de Dios y que a él todo lo debemos! Hagamos el propósito de obligarle mostrándonos confiados en Dios y agradecidos a Él.
Dios te bendice. Oramos: Credo, Padrenuestro, Ave María, Gloria.