Santuario Nuestra Señora de los Milagros

HOY CELEBRAMOS…

En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.

En el calendario litúrgico para esta Conmemoración se dan varias opciones en la elección de lecturas. En todas ellas hay como tres claves fundamentales: morimos insertos en el misterio pascual de Jesucristo que muere por amor para el perdón de nuestros pecados, venciendo a la muerte; cuando termina nuestra vida en la tierra, Dios Padre misericordioso nos acompaña; todo lo bueno que hemos intentado sembrar en este mundo, ya no cae en el vacío.

Para este día elijo, como lo permite la liturgia de este día, las siguientes lecturas:

Lectura del libro de las Lamentaciones 3, 17-26

Salmo 129 R/. Desde lo hondo, a tí grito, Señor

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 6, 3-9

Evangelio según San Juan 14, 1-6 En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: – No perdáis la calma: creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias, y me voy a prepararos sitio. Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino. Tomás le dice: – Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino? Jesús le responde: – Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí.

Palabra del Señor

Reflexión Ayer celebramos la festividad de Todos los Santos, haciendo memoria de los hermanos que ya están en el Cielo. Hoy, sin embargo, recordamos a aquellos que, tras dejar este mundo, aún no han alcanzado el Cielo porque están pasando por el proceso purificador del Purgatorio. Si ayer celebramos que hay personas que han alcanzado la santidad por gracia de Cristo y fidelidad de sus vidas, en la festividad de hoy oramos por esos difuntos que están en camino de conseguirla: para que su tránsito sea lo más corto posible y alcancen pronto la eterna felicidad. Pues Cristo, el Señor, nos quiere ocupados unos de otros, también de los que han muerto.

Esta festividad nos recuerda que no somos perfectos. Nadie obtiene por sus propias fuerzas la santidad. Por eso, salvo que nos neguemos deliberadamente a acoger la misericordia de Dios –por lo que seríamos condenados eternamente (cf. CIC 1864)– o salvo que obtengamos de Él la gracia de la santidad, por ejemplo, muriendo como mártires –lo que nos abriría directamente las puertas del Cielo–, todos estamos abocados a pasar por el Purgatorio. Y éste tránsito será más largo o más corto dependiendo de nuestro grado de santidad –es decir, de nuestra madurez espiritual– y de lo mucho o poco que otras personas intercedan por nosotros.

Cuentan que, hace unos años, una señora que acababa de quedarse viuda, le preguntó a un sacerdote cuánto tiempo debía estar rezando por su marido y encargando Misas por él. El sacerdote, sin dudarlo, le contestó: «Señora, yo conocía bien a su marido, y le aseguro que en no más de tres años ha salido del Purgatorio». Es obvio que esta respuesta no tiene ningún sentido, porque una vez que morimos, salimos del mundo temporal y entramos en una dimensión en la que ya no corre el tiempo cronológico –con sus días, meses y años– sino el «tiempo espiritual». Por eso, el salmista le dice al Señor: «Mil años en tu presencia son un ayer que pasó; una vela nocturna» (Sal 90,4). ¿Cómo transcurre el tiempo espiritual? Pues no lo sabemos, se escapa a nuestra capacidad de comprensión. Sólo sabemos que el paso por el Purgatorio no se trata de un tránsito que se pueda medir en un calendario, pero si es un tránsito que desde este lado nuestro lleva tiempo y en este tiempo nuestro podemos auxiliarlos, por misericordia de Cristo.

El Purgatorio es como un tiempo de transformación espiritual dura y costosa, pues toda purificación supone sufrimiento. No se trata de un castigo –como si Dios nos exigiese simplemente sufrir para llegar al Cielo– sino que se trata de un sufrimiento sanador, como el que debe pasar un enfermo para curarse. El sufrí del amor que quiere corresponder lo que en vida no hizo. Por eso, cuanto menos sanos interiormente lleguemos a la muerte, el paso por el Purgatorio será más costoso.

Pues bien, siguiendo lo que hoy nos dice san Pablo, podemos ahorrarnos buena parte de ese proceso purificador del Purgatorio si ya, en esta vida, nos preocupamos por madurar interiormente, dejando de lado el «hombre viejo» –esclavo del pecado– para transformarnos en un «hombre nuevo» –que vive el Evangelio–. Para ello es imprescindible que le pidamos a Dios que nos envíe su gracia santificadora. Así, al morir, nos encontrará bastante –o totalmente– preparados para ir al Cielo.

Madurar espiritualmente en nuestra vida terrena puede en ocasiones exigirnos dolor y sacrificio, pero, sobre todo, nos va a permitir disfrutar, ahora, de un pequeño anticipo de la felicidad divina que disfrutan los que están en el Cielo. Y sabemos que esto es así gracias al testimonio de los santos. Sus edificantes vidas nos muestran que lo que uno pueda llegar a sufrir para purificarse interiormente no es nada en comparación con la felicidad que se experimenta en esta vida al alcanzar la santidad. Se trata de una felicidad generosa, que se comparte con los demás. Porque la principal cualidad de los santos no es el sufrimiento, sino la alegría. ¿Conocen algún santo triste?

Quizás alguien pueda decir: «Vale, eso suena muy bien, pero yo estoy tan mal, mi vida está tan hundida, que me siento incapaz de recuperarme». Ciertamente, todos nosotros, de un modo u otro, antes o después, hemos pasado o pasaremos por una situación difícil, porque es ley de vida tener altibajos. Pues bien, precisamente el texto de las Lamentaciones y el Salmo que hemos escuchado ponen voz a esas personas que pasan por un mal momento. Y nos hacen ver que, por muy hundida que esté nuestra vida, o por muy graves que sean los pecados que hemos cometido, siempre podemos confiar en la misericordia de Dios.

Esa es nuestra esperanza: que Dios nos trata con misericordia y nos rescata del mal si nos ponemos en sus manos. Por muy malos que creamos ser, Dios siempre nos tiene guardado un lugar en el Cielo, y no sólo allí: también aquí nos tiene reservado un lugar para estar con nosotros –ahora– en lo más hondo de nuestro corazón.

En los momentos de tristeza y angustia, recojámonos interiormente y entremos en la intimidad de nuestro corazón. Acerquémonos a Cristo y dejemos que nos abrace y nos purifique con su amor. Es una experiencia dura –como toda purificación–, pero sobre todo consoladora. Así lo narra san Juan de la Cruz:

¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!

Eso es, precisamente, lo que están ahora experimentando los fieles difuntos en el Purgatorio. Por ellos celebramos esta Eucaristía, para que se consuma cuanto antes su plena unión con Dios.

Dios te bendice oramos: Credo, Padrenuestro, Avemaría, Gloria.

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